sábado, 11 de junio de 2011

El médico


No, be-NY-dorm no ha muerto. Sí que ha pasado una temporadita de baja por enfermedad, pero hoy vuelve a asomar la patita por debajo de la puerta, con la intención de quedarse.

En estos dos meses de ausencia “bloguera” he tenido la ocasión de conocer en primera persona el sistema sanitario de los Estados Unidos. Aunque habría preferido hacer mil otras cosas, veámoslo por el lado positivo: cuando uno sale sano y salvo de la vivencia de someterse a la sanidad yanqui, siente que su experiencia vital se ha enriquecido y, además, siente que ha enriquecido enormemente a doctores, hospitales, laboratorios y empresas farmacéuticas.

Lo primero que le llama la atención al europeo cuando se enfrenta al sistema sanitario yanqui es que se empieza a mover dinero. Mucho dinero. Algunos afortunados, con mayor o menor esfuerzo, pueden pagarse el seguro de salud (privado, por supuesto) ellos solos. Otros afortunados podemos pagarnos la mitad del seguro y dar las gracias a nuestro empleador porque nos paga la otra mitad. Los menos afortunados, que son muchos, no tienen ninguna cobertura sanitaria por distintos motivos que, generalizando un poco, se pueden resumir fácilmente en uno solo: su empleador o el Estado no les pagan el seguro (lo que es perfectamente legal aquí) y ellos no tienen con qué pagárselo. Se me olvidó decir que un seguro de salud en este país cuesta fácilmente 400 dólares al mes por persona. Que vayan a contárselo a una familia con dos hijos. Y no entremos a analizar los casos dramáticos (enfermos crónicos, inmigrantes ilegales, ancianos, parados de larga duración), porque corremos el riesgo de deprimirnos muy profundamente.

Pongamos por caso que uno se pone enfermo de algo relativamente serio. Una vez más, para no deprimirnos, no entraremos a analizar el caso de las personas que no tienen seguro. (Un inciso: ¿no os daría miedo poneros enfermos en un país en el que existe el despido libre?) Bueno, uno se pone enfermo y tiene seguro. Va al médico e inmediatamente se pone en marcha la maquinaria. El médico le va a recetar varias pruebas diagnósticas, lo va a remitir a otros médicos especialistas, va a practicar lo que se llama la medicina preventiva: hagamos más de lo necesario, para evitar que pueda llegar a suceder lo que todavía no ha sucedido.
El paciente asegurado asiste asustado e impresionado al despliegue de medios y consulta con horror (y alivio) las facturas de las pruebas y los cuidados que recibe, en las que se indica lo que le habría tocado pagar de no haber tenido a su mamá aseguradora para protegerlo: visita médica, 400 dólares; análisis de sangre, 1.000 dólares; radiografía, 500 dólares; noche de hospital, 10.000 dólares. Suma y sigue.
 

Al europeo medio le parece una aberración que la sanidad se considere un negocio. Aquí, esta idea es totalmente natural. La sanidad es un negocio más. La justificación moral, totalmente extendida en el “país de las libertades”, es que cada uno tiene lo que se merece: todos nacemos iguales, así que, si te esfuerzas, llegas lejos y puedes pagarte el seguro de salud; si, por el contrario, eres un manta y te pasas la vida disfrutando en vez de esforzándote, no te quejes, porque te mereces no tener seguro. Ni siquiera me esforzaré en defender que esta supuesta igualdad al nacer es una burda mentira que conviene a los que nacen en situaciones más favorables que el común de los mortales, porque es de perogrullo. Aunque, bueno, siempre habrá quien lo rebata diciendo que “mi abuelo, que era pobre y salió de un pueblo perdido, llegó muy lejos”. Beatus ille...

Bueno, me estoy alargando demasiado y me estoy yendo por los cerros de Úbeda. Para acabar, dos últimos apuntes, para quien tenga ganas de reflexionar: 1) en 1980, la esperanza de vida al nacer de algunas zonas de Harlem (qué casualidad) era inferior a la de Bangladesh. 2) pasar una noche en el hospital cuesta realmente 10.000 dólares.

lunes, 11 de abril de 2011

El brunch

El brunch dominical es un momento ineludible de la semana neoyorquina. En poco más de dos meses que llevo aquí ya he estado en unos ocho brunch, es decir, casi uno por semana.

El brunch tiene tres elementos esenciales sin los que no podría llevar ese nombre: la bollería (bagels y muffins), los huevos (revueltos, escalfados, tortillas, fritos, sunny side up) y lo mejor de todo: los cócteles. Puede haber un brunch sin café, pero jamás un brunch sin cócteles. Los más populares: el Mimosa (cava y zumo de naranja), el Bellini (cava y zumo de melocotón, creo) y el Bloody Mary. Después, añádasele todo lo que se quiera para enriquecerlo: quesos, embutidos, salsitas, salmón, donuts, frutas, mermeladas...

A mí me parece curioso el hecho de que aquí se quede con los amigos el domingo a las 12 del mediodía para ir a almorzar al bar, al restaurante o a casa de alguien, bien vestidos y con buenas caras. Bares repletos de amigos, restaurantes cool que presentan menús especiales de brunch a precios exorbitantes y en los que el precio del plato suele ser inversamente proporcional a la cantidad de comida que contiene. Colas para entrar en los restarantes de moda y llamadas el sábado por la tarde para reservar mesa y así estar seguro de que el domingo podrás sentarte en ese bar del Lower East Side al que hay que ir.

El caso es que cada domingo acabas comiendo como una cerda y pillándote un pedo al mediodía y pegándote una siesta por la tarde. Y, en vista de esta similitud con las cogorzas matinales valencianas, no puedo evitar preguntarme: ¿el brunch no viene a ser la versión fina y un poco más tempranera del “esmorçar”? Cámbiense los huevos, el salmón, los embutidos y los quesos por el bocata de blanc i negre, las salsitas finas por el all-i-oli, las frutas y las mermeladas por cacao en corfa y olivas, los cócteles por tercios de Mahou, los vestidos finos y las teces frescas por gran gafa negra y cara de resaca y del SoHo nos hemos plantado sin darnos cuenta en Russafa.

Por cierto, a quien quiera verme de brunch dominical en casa de unos amigos en el East Village, le recomiendo que siga Callejeros Viajeros el mes que viene.


sábado, 2 de abril de 2011

El mundo del perro neoyorquino

No sé si os habréis dado cuenta de que, desde hace unas semanas, la foto de mi perfil de Facebook es la de algún perrito con vestidito, pirri o botitas. Este interés repentino por la cursilería canina es producto de la fascinación que han suscitado en mí los gustos neoyorquinos en todo lo relacionado con el mundo del perro.

Al poco de llegar a Manhattan, uno se da cuenta de que hay muchos perros y de que todos ellos son pequeños, muy pequeños o enanos. La proliferación de razas pequeñas entiendo que se debe a dos motivos: 1) los apartamentos neoyorquinos suelen ser muy pequeños; 2) en los edificios en los que se permite tener animales domésticos existen límites para el peso de los bichos ("se admiten perros de hasta 18 libras", por ejemplo). También llama la atención el exquisito civismo de los amos, que salen de casa provistos de bolsas de plástico para recoger las caquitas de sus retoños. El civismo de los amos puede llegar a extremos escatológicos. No entraré demasiado en detalles, aunque cabe mencionar, para ilustrar el elevado nivel de civismo, que el otro día vi cómo el ama de un perro diarreico utilizaba sus manos desnudas para dejar la acera tal y como estaba antes de que su pequeño compañero decidiera que no podía retenerse más.

Pero, aparte del tamaño de los canes y el civismo de los amos, aún sorprende más la elevadísima densidad de yorkshires, bull-dogs franceses, caniches, carlinos, schnauzer enanos y chihuahas por yarda cuadrada. Los perros neoyorquinos son objetos de diseño, artículos de moda. Para ver lo que en España llamaríamos sencillamente "un perro", hay que coger el metro e irse, por lo menos, a donde Brooklyn pierde su nombre. Tener un mil leches en esta isla parece un acto de mal gusto.

Como artículos de moda que son, existen millones de complementos para las queridas mascotas: vestidos de invierno y de entretiempo, impermeables, zapatitos, botas de agua, carritos... En cualquier barrio que se precie hay varias tiendas de tamaño considerable en las que venden todos los productos para la moda y el bienestar caninos: alimentación, moda, juguetes, mantas, colchas, perfumes, artículos de belleza, medicamentos, vitaminas, etc. En el extremo de la sofisticación están los spa para perros: espacios en los que se puede dejar a la mascota unas horas o un día entero para que se relaje dormitando en sofás de cuero, socialízándose con sus congéneres, tomando un baño o para que disfrute de una sesión de corte y cepillado de pelo. Por increíble que parezca, el perro medio de esta ciudad vive con muchos más lujos que una parte importante de los habitantes humanos.

No puedo acabar este relato sin contar una experiencia horripilante vivida por mi compañera Pamen. Un día, mientras Pamen estaba echando tranquilamente una ojeada en una tienda, entró una pareja gay ("muy gay", para dar una impresión más vívida) empujando un carrito de bebé. El carrito no estaba ocupado por un bebé humano, sino por un yorkshire atado panza arriba que ponía una cara entre de resignación y petición de auxilio.


martes, 29 de marzo de 2011

Faraway... so close

Ya hace dos meses que nos fuimos de casa. Ya hace cuatro meses que vivimos en un invierno nivoso y gélido, independientemente de que sea en Bruselas, en Valencia o en Nueva York, y da igual que se cuente en grados Fahrenheit o Celsius. Un trabajo nuevo, una distancia desconocida hasta ahora, da igual en millas que en kilómetros. Seis horas de diferencia horaria. Nuevo idioma, nuevas costumbres, nuevos paisajes, nueva comida. Nuevos amigos, nuevos conocidos, nuevos personajes y nuevas personajas.

Y, pese a que todo es nuevo, todo es conocido. Todo suena. Casi todo lo hemos visto en películas, en anuncios, en expresiones, en relatos de otros que vinieron antes, en letras de canciones, en fotos, en las noticias.

Esa contradicción entre lo conocido y lo desconocido la vivo cada día. Hay cosas que me sorprenden hasta que me doy cuenta de que ya sabía que eran así. Voy paseando por la calle y a veces me da la impresión de estar en Valencia, o en Be-NY-dorm, o en el Nueva York que conozco a fuerza de imaginarlo tantas veces. Hay veces que me emociono al darme cuenta de que soy una de las personajas (gracias por la palabra, Nicolás) que habitan esta ciudad que hasta ahora era una construcción de la imaginación y que ha pasado a tener perfil, altura, olor, temperatura, color, brillo...